SIETE MINUTOS : EGIIE BOTELLO

 

 

 

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FRONTSIDE BOARDSLIDE

 

ESTÁ USTED AQUÍ
En el salón de baile del hotel Sheraton del aeropuerto hay un equipo de hombres y mujeres
sentados en cabinas individuales, separados entre sí por cortinas. Cada uno está sentado delante de
una mesilla y las cortinas delimitan un espacio donde no cabe nada más que la mesilla y dos sillas.
Y están a la escucha. Así pasan el día entero, sentados y escuchando.
Delante del salón, en el vestíbulo, espera una multitud de escritores con manuscritos o guiones
de cine en las manos. Una mujer de la organización custodia las puertas del salón, consultando la
lista de nombres que lleva en una tablilla con sujetapapeles. La mujer dice tu nombre y tú te acercas
y la sigues al salón. Te abre una cortina. Tú te sientas delante de una mesilla. Y empiezas a hablar.
Como escritor, tienes siete minutos. En algunos sitios te pueden dar ocho o incluso diez, pero en
cuanto se acaban la persona de la organización viene y pone a otro escritor en tu sitio. Y tú has
pagado entre veinte o cincuenta dólares por ese lapso de tiempo y la oportunidad de hacer llegar tu
historia a un agente literario, un editor o un productor cinematográfico.
Y durante todo el día, el salón de baile del Sheraton del aeropuerto permanece lleno de gente
hablando. La mayoría de los escritores que hay aquí son viejos: viejos siniestros, jubilados que se
aferran a su única buena historia. Que agitan su manuscrito con las dos manos moteadas por la edad
y dicen: «¡Tenga! ¡Lea mi historia sobre incesto!».
La mayor parte de toda esta escritura trata sobre el sufrimiento personal. Apesta a catarsis. A
melodrama y memorias. Una amiga escritora se refiere a esta escuela como la escuela literaria de
«Brilla el sol, los pájaros cantan y mi padre vuelve a estar encima de mí».
En el vestíbulo que hay delante del salón del hotel los escritores esperan y ensayan entre ellos su
única gran historia. Una batalla de submarinos en plena guerra o los maltratos a manos de un
cónyuge borracho. Historias de cómo sufrieron pero sobrevivieron para vencer. De desafío y de
triunfo. Se cronometran entre ellos con relojes de pulsera. En tantos minutos exactos tienen que
contar su historia y también demostrar por qué sería perfecta para Julia Roberts. O para Harrison
Ford. O si no, para Mel Gibson. Y si no es Julia, para Meryl.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Los organizadores siempre te interrumpen en la mejor parte de tu discurso, cuando estás inmerso
en contar tu adicción a las drogas. O tu violación en grupo. O tu salto borracho a un estanque poco
profundo del río Yakima. Y en explicar que sería una película de cine genial. O si no, una película
de cable genial. O si no, un telefilme genial.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
La multitud del vestíbulo, todos con sus historias en las manos, son un poco como la multitud
que estuvo aquí la semana pasada para la feria itinerante de antigüedades. Cada uno de ellos
llevando un peso que quitarse de encima: un reloj bañado en oro o la cicatriz de un incendio
doméstico o la historia de una vida como mormón casado y gay. Hay algo con lo que llevan toda la
vida cargando y que ahora van a ver por cuánto se vende en el mercado abierto. ¿Cuánto me dan por
esto? Esta tetera de porcelana o esta enfermedad de la médula que causa parálisis. ¿Son un tesoro o
no son más que quincalla?
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.

 

 

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FAKIE KICKFLIP

 

En el salón de baile del hotel, en esos cubículos cerrados por cortinas, una persona permanece

sentada en actitud pasiva mientras la otra se vacía. En ese sentido, es como un burdel. El oyente

pasivo ha pagado para recibir. El orador activo ha pagado para que lo oigan. Para dejar tras de sí

cierto rastro de sí mismo: siempre confiando en que dicho rastro baste para echar raíz y convertirse

en algo más grande. Un libro. Un hijo. Un heredero para su historia, para llevar su nombre hasta el

futuro. Pero al oyente ya nada le viene de nuevo. Es educado pero se aburre. Es difícil de

impresionar. A uno le dejan coger las riendas durante siete minutos –por decirlo de algún modo–,

pero la puta no para de mirarse el reloj, de preguntarse qué hay para comer y de hacer planes para

gastarse su estipendio. Y entonces…

Lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.

He aquí la historia de tu vida pero reducida a dos horas. El momento en que viniste al mundo, en

que tu madre dio a luz en el asiento trasero de un taxi, ahora es tu secuencia inicial. La pérdida de tu

virginidad es el clímax de tu primer acto. La adicción a los calmantes es la progresión dramática de

tu segundo acto. Los resultados de tu biopsia son la revelación de tu tercer acto. Lauren Bacall

estaría perfecta como tu abuela. William H. Macy como tu padre. Dirigidos por Peter Jackson o por

Roman Polanski.

Se trata de tu vida, pero procesada. Embutida en el molde de un buen guión. Interpretada de

acuerdo con el modelo de un éxito de taquilla. No es de extrañar que hayas empezado a ver cada día

en términos de un nuevo episodio de la trama. La música se convierte en tu banda sonora. La ropa

se convierte en vestuario. Las conversaciones en diálogos. Nuestra tecnología para contar historias

se convierte en nuestro lenguaje para recordar nuestras vidas. Para entendernos a nosotros mismos.

En nuestro marco de referencia para percibir el mundo.

Vemos nuestras vidas en términos de convenciones narrativas. Nuestras sucesiones de

matrimonios se convierten en secuelas. Nuestra infancia es nuestra precuela. Nuestros hijos son

spin-offs.

Tengan en cuenta solamente la rapidez con que la gente empezó a usar expresiones como «funde

a negro» o «fundido lateral». O búsqueda rápida. Corte a… Flashback… Secuencia onírica…

Créditos…

Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.

El filósofo Martin Heidegger señaló que los seres humanos suelen considerar el mundo una

reserva permanente de materiales que podemos usar. Como unas existencias que podemos procesar

para convertirlas en algo más valioso. Árboles que dan madera. Animales que dan carne. A ese

mundo de recursos naturales brutos lo llamó Bestand. Parece inevitable que la gente sin acceso a las

formas naturales del Bestand como son los pozos petrolíferos o las minas de diamantes recurran al

único stock de que disponen: sus vidas.

Cada vez más, el Bestand de nuestra era es nuestra propiedad intelectual. Nuestras ideas. Las

historias de nuestras vidas. Nuestra experiencia.

Lo que antes la gente soportaba o incluso disfrutaba, todos esos acontecimientos que

conformaban episodios de la trama, como aprender a usar el retrete, irse de luna de miel o sufrir

cáncer de pulmón, ahora se pueden dotar de una buena presentación y venderse.

El truco es prestar atención. Tomar notas.

El problema de ver el mundo como Bestand, dijo Heidegger, es que te lleva a usar las cosas, a

esclavizar y explotar las cosas y a la gente, para tu beneficio personal.

Teniendo esto en cuenta, ¿es posible esclavizarse a uno mismo?

Martin Heidegger también señala que la presencia del espectador da forma a los

acontecimientos. Un árbol que cae en el bosque es en cierto modo un suceso distinto si hay alguien

presente para verlo, tomando notas y acentuando los detalles a fin de convertirlo en una película con

Julia Roberts.

Aunque solo sea distorsionando los acontecimientos, retorciéndolos para conseguir un mayor

impacto dramático y exagerándolos hasta el punto de que te olvidas de tu verdadera historia –de que

te olvidas de quién eres–, ¿es posible explotar tu propia vida para conseguir una historia vendible?

Pero entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.

 

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FRONTSIDE 5 ZERO

 

Tal vez tendríamos que haberlo visto venir.

En los años sesenta y setenta, los programas de cocina de la televisión convencieron a una clase

emergente de personas para que se gastaran el tiempo y el dinero que les sobraban en comida y

vino. Pasaron de comer a cocinar. Guiados por expertos del «Hágalo usted mismo» como Julia

Child y Graham Kerr, exploramos el mercado en busca de cocinas de restaurante y ollas de cobre.

En los ochenta, con la libertad que nos dieron los vídeos y los reproductores de cedes, el

entretenimiento se convirtió en nuestra nueva obsesión.

Las películas se convirtieron en el terreno sobre el que la gente podía reunirse para polemizar,

igual que lo habían sido una década atrás los soufflés y el vino. Y tal como antes hacía Julia Child,

ahora Gene Siskel y Roger Ebert aparecían en televisión y nos enseñaban a discutir sobre

nimiedades. El entretenimiento se convirtió en el siguiente terreno en que invertir el tiempo y el

dinero sobrantes.

En lugar de la cosecha y el bouquet y los posos de un vino, hablábamos de la efectividad en el

uso de la voz en off y del eje de la historia y del desarrollo de personajes.

En los años noventa nos volvimos hacia los libros. Y el lugar de Roger Ebert lo ocupó Oprah

Winfrey.

Con todo, la diferencia verdaderamente grande era que se podía cocinar en casa. No se podía

hacer una película en casa, eso no. En cambio, sí que se podía escribir un libro. O un guión. Y los

guiones se convierten en películas.

El guionista Andrew Kevin Walker dijo una vez que en Los Ángeles nadie está sentado a más de

quince metros de un guión. Están en los maleteros de los coches. En los cajones de las mesas de

trabajo de la gente. Dentro de los ordenadores portátiles. Siempre listos para ser vendidos. Un

billete ganador de lotería en busca de su premio gordo. Un cheque sin cobrar.

Por primera vez en la historia, cinco factores se han alineado para propiciar esta explosión de

narraciones. Esos factores, listados sin ningún orden en particular, son:

El tiempo libre.

La tecnología.

El material.

La educación.

El hastío.

 

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180 OLLIE TO FAKIE 50-50 FRONTSIDE KICKFLIP OUT

 

 

 

El primero parece simple. Hay más gente que tiene más tiempo libre. La gente se jubila y vive

más años. Nuestro nivel de vida y nuestra red de protección social permiten a la gente trabajar

menos horas. Además, a medida que hay más gente que reconoce el valor de las narraciones –

aunque estrictamente como material para libros y películas–, más gente ve la escritura, la lectura y

la investigación como algo más que un simple pasatiempo culto. Se está convirtiendo en una

verdadera empresa financiera en la que vale la pena invertir tiempo y energía. Contarle a alguien

que escribes siempre suscita la pregunta: «¿Qué has publicado?». Nuestra expectativa es: escribir

equivale a dinero. O, por lo menos, en el caso de la buena escritura debería ser así. Con todo, sería

casi puñeteramente imposible que nadie viera el trabajo de uno de no ser por el segundo factor.

La tecnología. Por una pequeña inversión te pueden publicar en internet y tu trabajo puede ser

accesible para millones de personas de todo el mundo. Los impresores y las editoriales pequeñas

pueden suministrar cualquier cantidad de libros en tapa dura bajo demanda a cualquiera que tenga

dinero para autoeditarse. O publicar por cuenta propia. O publicar por placer. O como quiera

llamarlo uno. Cualquiera que sepa usar una fotocopiadora y una grapadora puede publicar un libro.

Nunca ha sido tan fácil. Nunca en la historia han llegado tantos libros cada año al mercado. Todos

ellos llenos del tercer factor.

Material. A medida que hay más gente que envejece y que tiene toda la experiencia de toda una

vida en la memoria, más les preocupa perderla. Perder esos recuerdos. Sus mejores números, sus

relatos, sus cantinelas para hacer que toda la mesa se eche a reír a la hora de la cena. Su legado. Su

vida. Un simple toque de la enfermedad de Alzheimer y todo puede desaparecer. Además, todas

nuestras mejores aventuras parecen encontrarse en el pasado. Así que produce placer revivirlas,

plasmarlas sobre el papel. Organizarías y hacer que todos esos desechos cobren sentido. Darles un

envoltorio bonito y pulcro y rematarlo todo con un lacito. El primer volumen de la caja de tres

volúmenes que será tu vida. La cinta de los mejores momentos de la liga de fútbol americano de tu

vida. Todo reunido, tus razones para hacer lo que hiciste. Tu explicación de por qué, en caso de que

alguien sienta curiosidad.

Y gracias a Dios por el factor número cuatro:

La educación. Porque por lo menos todos sabemos teclear. Sabemos dónde poner las comas…

más o menos. En general. Tenemos revisión ortográfica automática. No nos da miedo sentarnos y

atrevernos a escribir un libro. Stephen King hace que parezca muy fácil. Y hay montones de libros.

E Irvine Welsh hace que parezca tan divertido, el último sitio donde puedes tomar drogas y cometer

delitos sin que te arresten ni engordes ni te pongas enfermo. Además, llevamos toda la vida leyendo

libros. Hemos visto un millón de películas. De hecho, esa es parte de nuestra motivación, el quinto

factor:

El hastío. Salvo quizá por seis películas, el resto del video– club es basura. Y lo mismo pasa con

la mayoría de los libros. Basura. Nosotros lo podemos hacer mejor. Conocemos todas las tramas

básicas. Todo lo ha analizado Joseph Campbell. Y también John Gardner. Y E. B. White. En lugar

de perder más tiempo y dinero en otro libro de mierda, ¿por qué no intentar escribirlo uno mismo?

O sea, ¿por qué no?

Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.

Muy bien, muy bien, tal vez hemos tomado un camino que lleva a unas vidas mecánicas y

obsesionadas por sí mismas donde cada acontecimiento es reducido a palabras y ángulos de cámara.

Cada momento se imagina a través de la lente de un director de fotografía. Cada comentario

gracioso o triste es apuntado para venderlo a la menor oportunidad.

Un mundo que Sócrates no podía imaginar, donde la gente examina sus propias vidas, sí, pero

solo en términos de posibilidades de película o edición de bolsillo.

Donde una historia ya no es el resultado de una experiencia.

Ni la experiencia tiene lugar a fin de generar una historia.

Es un poco como cuando uno dice: «No lo hagamos, pero digamos que lo hicimos».

La historia –el producto que uno puede vender– se vuelve más importante que el acontecimiento

real.

Un peligro de esto es que podemos pasar a toda prisa por la vida, soportando un acontecimiento

tras otro, con el simple objeto de crear nuestra lista de experiencias. Nuestra reserva de historias. Y

nuestra ansia de relatos puede acabar reduciendo nuestra conciencia de la experiencia en sí. Igual

que desconectamos después de ver demasiadas películas de acción y aventuras. Nuestra química

corporal no puede tolerar tanta estimulación. O bien nos defendemos inconscientemente fingiendo

que no estamos presentes y actuamos como «testigos» distantes o periodistas de nuestra propia vida.

Y al hacer eso, dejamos de sentir emociones o de tomar parte activa. Siempre estamos sopesando

cuánto vale la historia en efectivo.

Otro peligro es que este pasar a toda prisa por las cosas pueda darnos un entendimiento falso de

nuestra propia capacidad. Si ocurren cosas que nos ponen a prueba y las experimentamos

únicamente como una historia que puede grabarse y venderse, entonces, ¿habremos vivido?

¿Habremos madurado? ¿O acaso moriremos sintiéndonos vagamente engañados y timados por

nuestra vocación de narradores?

 

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KICKFLIP MELON

 

 

 

 

 

 

Ya hemos visto a gente que usa la «investigación» como coartada para cometer crímenes.

Winona Ryder robando en las tiendas como preparación para interpretar a un personaje que roba.

Pete Townsend visitando páginas de internet de pornografía infantil a fin de escribir sobre los

abusos que sufrió siendo niño.

Nuestra libertad de expresión ya se dirige a una colisión con el resto de las leyes. ¿Cómo se

puede escribir sobre un «personaje» violador y sádico si uno nunca ha violado a nadie? ¿Cómo

podemos crear películas y libros excitantes e innovadores si únicamente vivimos unas vidas

aburridas y reposadas?

Las leyes que lo prohíben a uno conducir por la acera, oír el ruido sordo de la gente al golpear el

capó de tu coche, el crujido de los cuerpos al hacer estallar tu parabrisas, esas leyes son

económicamente opresivas. Si uno piensa realmente en ello, prohibir el acceso a la heroína y las

snuff movies es una restricción del derecho al libre comercio. Es imposible escribir libros que sean

auténticos sobre la esclavitud si el gobierno hace que sea ilegal poseer esclavos.

Todo lo que esté «basado en hechos reales» es más vendible que la ficción.

Pero entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.

Por supuesto, no todo son malas noticias.

La mayoría de los talleres de escritura tienen una vertiente de terapia oral.

Existe la idea de la literatura como laboratorio seguro para explorarnos a nosotros mismos y al

mundo. Para experimentar con una imagen pública o un personaje o una organización social, para

ponerse un disfraz y reproducir un modelo social hasta que este se hunde.

Hay todo eso.

Un aspecto positivo es que tal vez esa conciencia y ese registro de los que hablamos nos lleven a

vivir vidas más interesantes. Tal vez así sea menos probable que cometamos una y otra vez los

mismos errores. Casarse con otro borracho. Volver a quedarse embarazada. Porque ahora ya

sabemos que eso generaría un personaje aburrido y antipático. Un papel de protagonista femenino

que Julia Roberts no interpretaría nunca. En lugar de inspirar nuestras vidas en personajes de ficción

listos y valientes, tal vez podamos llevar vidas inteligentes y valientes en las que inspirar a nuestros

personajes.

Controlar la historia del pasado de uno, registrarla y agotarla, es un talento que puede

permitirnos avanzar hacia el futuro y escribir esa historia. En lugar de dejar que la vida tenga lugar,

podemos trazar nuestra propia trama personal. Aprenderemos la técnica que necesitemos para

aceptar esa responsabilidad. Desarrollaremos nuestra capacidad de imaginar con más y más detalle.

Podemos concentrarnos con mayor precisión en lo que queremos lograr y en lo que queremos ser.

¿Quieren ser felices? ¿Quieren estar en paz? ¿Quieren tener buena salud?

Como les diría cualquier buen escritor: abran el paquete que pone «feliz». ¿Qué hay dentro?

¿Cómo pueden demostrar la felicidad sobre la página, ese concepto vago y abstracto? No lo

cuenten, muéstrenlo. Muéstrenme la «felicidad».

 

 

 

 

En este sentido, aprender a escribir implica aprender a mirarse a uno mismo y al mundo muy,

muy de cerca. En el peor de los casos, tal vez aprender a escribir nos obligue a mirarlo todo más de

cerca, a ver las cosas de verdad. Aunque solo sea para reproducirlas en la página.

Tal vez con un poco más de esfuerzo y reflexión, uno pueda vivir la clase de historia vital que un

agente literario querría leer.

O tal vez… tal vez todo este proceso sea nuestro entrenamiento para algo más grande. Si

podemos reflexionar y conocer nuestras vidas, podemos permanecer lúcidos y dar forma a nuestros

futuros. La inundación de libros y películas que sufrimos –de tramas, planteamientos, nudos y

desenlaces– podría ser una forma que tiene la humanidad de hacerse consciente de toda nuestra

historia. De nuestras opciones. De todas las formas en que hemos intentado arreglar el mundo en el

pasado.

Lo tenemos todo: el tiempo, la tecnología, la experiencia, la educación y el hastío.

¿Y si hicieran una película sobre una guerra y no fuera nadie a verla?

Si somos demasiado perezosos para aprender la historia propiamente dicha, tal vez podamos

aprender tramas. Tal vez nuestra sensación de que ya lo hemos visto todo nos salve de declarar la

próxima guerra. Si la guerra no «funciona» narrativamente, ¿para qué molestarse? Si la guerra no

puede «encontrar un público», si vemos que la guerra «cae» después del primer fin de semana,

entonces nadie dará luz verde a otra. Al menos durante mucho, mucho tiempo.

Y finalmente, ¿qué pasaría si a un escritor se le ocurre una historia completamente nueva?

forma nueva y excitante de vivir, antes…

Lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.

 

 

Error humano: Chuck Palahniuk  2004

 

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KICKFLIP MANNY VARIAL FLIP OUT

 

Construir  tu propio skatepark en el patio de tu casa, despertarte todas las mañanas con la brisa matinal del campo y el sonido del canto de los gallos, disfrutar de una taza de café lejos del bullicio y el caos citadino, tener  una Skateshop en el centro de tu localidad suena a la vida perfecta para  un patinador, sea esta vida un signo de perfección o no, esa es la vida de Egiie Botello” el príncipe de Morelos”.

Originario y radicado en el reino  Cuautla de Morelos, como buen monarca domina todos sus territorios circundantes: Ayala (Anenecuilco,Apatlaco y Ciudad Ayala), Yautepec (Oaxtepec y Cocoyoc) así como Yecapixtla.Es fan de los Beatles ,Mario Bros y la cafeína,siente una gran pasión por el dibujo y obviamente por la patineta.

Es sin duda el mayor talento de su estado, patina para Hey Dog Shoes, Yo Yo Bearings, Paps Clothing & Dirty Grip (su marca de lijas)

Tenía pactada una entrevista con Egiie para que me contara sobre, sus vicios, sus virtudes, sus sueños, sus anhelos ,la razón por la cual decidió no tener sponsor de una marca de patinetas ,sin embargo, príncipe… Lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.

 

Como es propio de su generación, es un fan de las redes sociales, búscalo y puedes hacerte tu propia entrevista, solo teclea: Egiie Botello.

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DROP

 

 

 

 

 

 

 

 

Por InwardEditor

inwardmag.com.mx | Colectivo InwardMedia 365 días de Skateboarding Nacional en los barrios mas profundos para la Metropóli Cibernética, desde 2010.

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